sábado, 16 de marzo de 2013

Capítulo dos


Me escondo detrás de mi donut medio mordisqueado —lo cual me hace parecer bastante patética —y miro al chico sin perder detalle. 

Avanza ligero hacia la barra y tiende a Loreen, la camarera,  un billete de dinero pero no consigo ver la cantidad de este.

Mientras tanto, desde detrás de mi protector donut le hago un chequeo rápido, lo hacemos todas las mujeres a prácticamente todos los hombres, nada del otro mundo.

Va extrañamente bien vestido, con pantalones negros y camisa blanca bien abotonada y colocada. Su pelo parece marrón claro y peinado hacia un lado de una manera muy sexy, solo que ahora él esta de espaldas y no puedo ver el resultado final de ese pelo enmarcando su cara. Tiene una postura un poco forzada apoyando sus codos sobre la barra, impaciente.

Loreen le tiende unos cuantos billetes —lo que quiere decir que el chico solo ha venido para cambiar algo de dinero ­—y se da la vuelta hacia la puerta de salida.

Cuando se gira puedo ver mejor su aspecto. La camisa le sienta como un guante y, definitivamente su peinado le favorece en lo absoluto aunque supongo que ahora lo lleva más peinado que en su vida diaria. Sigo subiendo y me encuentro con su cara. Su tono de piel es claro, pero de muchos tonos más moreno que el mío —es más, posiblemente el 90% de la población tenga el tono de piel más moreno que el mío.

Parece serio, y sus —oh, dios ­—ojos brillan como si le estuviera dando el sol directamente aunque aquí no hay ni una pizca de sol.

Aparto el donut porque ya no me parece necesario, y justo antes de que él salga por la puerta —cinco segundos después de que se alejara de la barra —me di cuenta. Abro mucho los ojos y mi corazón se para por unos segundos. 

Primero pienso que me lo estaba imaginando, que él no puede ser realmente…

Desecho ese pensamiento —¡Pero en que estoy pensando!—. Él puede ser perfectamente alguien que se le pareciera mucho, o alguien de su familia, o un millón de posibilidades más.

Así que termino mi donut, bebo mi cola cao, me despido de Loreen, pongo mis gafas y mi gorra en su lugar y salgo para despejarme e ir a mi casa en busca de algo que me entretuviera de estos pensamientos.

Meto las llaves en la vieja cerradura del piso en el que vivimos mi padre, mi hermano de 11 años y yo. Estaba en un tercero en un edificio de cuatro plantas, lo que implicaba: 1- tener que subir tres tramos de escaleras —aquí ascensor ni olerlo­—, y 2 -tener una solitaria vecina en el piso de arriba con un gato y tres perros que suelen darnos la noche y no dejarnos dormir.

Por suerte no era una lista muy larga así que no me puedo quejar.  

Entro y lo primero que escucho es al enano de Michael y mi padre discutiendo por algo de comida. Solo escuchaba algunos fragmentos de conversación como chocolate, huevos y harina lo que me hizo pensar que para mi suerte estarían haciendo un bizcocho o similar.

Avanzo por el estrecho pasillo y antes de nada voy a mi cuarto que se encuentra al otro lado de la casa y paso desapercibida por la discusión padre-hijo. Dejo el bolso y demás encima de mi cama y miro el móvil por si había algo interesante allí. No lo había. Así que voy al único cuarto de baño de la casa que se encontraba en la puerta contigua a la mía.

Procedo a limpiarme la herida de mi brazo que con un poco de suerte no quedaría cicatriz.

Cuando termino me hago una coleta y voy a la cocina. Como supuse estaban haciendo un bizcocho de chocolate y naranja —el favorito de mi hermano —y eso me hizo pensar que el enano había ganado la discusión.

Miki se gira y me ve apoyada en el marco de la puerta.

—¡Violet! —dijo con entusiasmo y levantó el recipiente donde estaba mezclando los ingredientes— estamos haciendo bizcocho de chocolate y naranja, ¡¿a que es genial?!

Sonreí

—Lo es, pero si te lo comes tu todo y no me dejas probar ni un poquito no será genial, Miki —me acerco a su lado y le paso la mano por su pelo negro ceniza del mismo color que el de mi padre y el mío, solo que el de ellos era rizado y el mío liso y alocado, como era el de mi madre. 

Mi padre se acercó y me dio un beso en la sien.

—¿Qué tal con la ...eh... doctora? —Su tono de voz es bajo, seguramente para que Miki no lo escuchara.

—Innecesaria —le digo mirándolo a los ojos —no entiendo porque no me crees, nunca lo entenderé papá.

Baja la cabeza y pone una mano en mi hombro, parecía preocupado.

—Yo solo… me preocupo por ti y lo único que quiero es que estés bien… —empezó con lo mismo de siempre así que le corto antes de que llegáramos al tema de mi madre.

—Está bien papá, ya he ido a la psicóloga, todo solucionado.

—Gracias hija, eso me deja mucho más tranquilo.

Sacudo mi cabeza y me puse a ayudar a Miki. Trituré la naranja hasta que quedo como un zumo y así me desahogué.

El lunes se terminarían las vacaciones de navidad y tendría que volver otra vez a la tan odiada rutina. No me apetecía ni lo más mínimo, lo único bueno de todo eso es que vería a mis mejores amigos de nuevo que se podían contar con los dedos de una mano.

Lo bueno de no tener abundantes ‘buenos amigos’ es que no tenía ‘enemigos’.

En realidad no tenía un ‘enemigo’ desde sexto de primaria, y ahora estaba en segundo de bachillerato.

Seis años hacía que no tenía un enemigo.

Pero mucho me temía —una simple corazonada que mi suerte había llegado a su fin. 

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